Voz de silencio

Palmira, la vieja, se encorvó lentamente hacia la derecha, y pasó la mano oscura, trémula y rugosa, de uñas estriadas, por el lomo peludo del gato. Hubo un breve ronroneo de placer o, a lo mejor, de simple gratitud odiosa, y ella sonrió ligeramente. Era un ser al que con seguridad la edad había tornado lento y también indiferente, era posible, al mundo que lo rodeaba, con excepción quizás de algunas cosas, muy pocas y casi insignificantes para los demás, pero importantes, incluso importantes a pesar de todo, para ella: el gato, el calor del sol o de la bolsa de agua caliente, la taza de té por la tarde, el encaje que hacía a veces, las flores del balcón… Todo en su persona parecía impregnado de un gran vacío o posiblemente de una total carencia de entusiasmo o incluso de deseo. Tenía tiempo, tenía siempre tiempo, nada era urgente. Sus mismos labios, ya sin color, confundiéndose con el rostro arrugado, arrugados también, antes de comenzar a sonreír habían estado cierto tiempo pensando la sonrisa, esbozándola, para dibujarla por fin, y se diría que todo eso había ocurrido sin ella saberlo, sin darse cuenta. Después, había sido también lenta­ mente como le había desaparecido del rostro. el tiempo era inmenso y no corría. El tiempo nunca corre sino cuando se está rodeado de personas. Y Palmira, la vieja, ya no tenía nada.

Relatos de Nueva Acrópolis - Voz de silencio¿Qué debía temer? ¿La muerte? Pero las mareas habían roído todas las amarras. Ya ninguna la retenía. Por eso hacía muchos años que navegaba en aquel quinto piso de un edificio derruido donde vivía con una hermanastra casi tan vieja como ella y con un gato. Y cada día se despertaba más cerca. ¿De qué? No lo sabía.

Estaba sentada en un butacón de patas delgadas, torneadas, y que terminaban en una bola. En el piso la alfombra descolorida y gastada por tantas pisadas, rala y casi sin lana. Una columna; un recipiente de begonias con plato de loza, agrietado, amarillento; y en un ángulo una pianola despintada con un retrato encima, el de ella a los veinte años, con grandes pechos, melena rubia y rostro regordete y alegre. Un rayo de sol venía del balcón, atravesaba las cortinas reticulares que ella había hecho y donde dos cupidos jugueteaban, se extendía, cuadriculado, por el piso (se veían por todas partes las manchas de sombra del bordado) y venía a morir sobre la almohada de satén donde el gato se había dormido de nuevo ¿habría llegado incluso a despertarse? junto a la bolsa y a los pies de la dueña, enormes por la artritis. Un moscón azuloso voló por entre las cortinas hasta el muro invisible pero muy luminoso, se agitó, se deslizó por el cristal con un sonido de alas metálicas, y el gato levantó, interesado, las pequeñas orejas grises. Palmira, la vieja, dijo con una voz suave, pausada, un poco trémula:

– ¿Qué ocurre, Niño Gato?, ¿qué pasa…? No vale la pena. Es una mos­ca…, una simple mosca… Quieto…, quietecito…

Cesó el ruido. El insecto, después de revolotear rozando el piso, se había posado con seguridad en algún mueble o en el papel de flores oscuras que tapizaba las paredes. Y todo quedó nuevamente sumergido en el silencio.

La mujer enlutada y de ojos hinchados que estaba sentada en el borde de la silla, muy al borde como si se preparara, también, para levantar el vuelo, se sintió olvidada, tosió ligeramente porque tenía la certeza de que si rompiera el silencio y comenzara a hablar sin aviso previo, la vieja sufriría un sobresalto. Es por lo que tosió. Una tos corta, seca, muy falsa. Palmira levantó la cabeza, dijo lentamente, guiñando los ojos:

-¿Todavía está aquí…? Me había olvidado, ¿cómo es posible? Me había olvidado por completo. Mi pobre cabeza… Supuse…, disculpe, ¿sí? ¡Una de las mías!

La visitante abrió el bolso para sacar un pañuelo que llevó a los ojos con un gesto rápido. Que no pensara más en eso, que no se preocupara. Era natural… A ella misma, que era más joven, ya le había ocurrido…

-Pero haga un esfuerzo, por favor, doña Palmira, y trate de acordarse. Es tan importante para mí; es, cómo diré, tan… ¡vital!

Había empezado a hablar con suavidad poniendo la voz con el tono un poco melifluo de un niño que pide un dulce, pero ahora la voz se había vuelto tensa y se había hecho áspera como si exigiera algo que se debe, algo que fuera suyo y que fuera a buscar allí. Pal­ mira dijo, sin embargo, sin cambiar de postura, como si las entonaciones de la mujer le fueran totalmente indiferentes, como si no se diera cuenta:

-No me acuerdo. A mi edad es difícil, ¿sabe? Voy a cumplir ochenta años… Nunca he tenido buena memoria, ni aun siendo niña, y mucho menos ahora… y mientras tanto…

-¿Mientras tanto?

-Casi se había levantado de la silla. La vieja iba a acordar, el velo se rasgaría y aparecería la luz. ¿La luz? No habría más luz para ella. Nunca más. El crepúsculo o la noche oscura era todo lo que podía esperar. La vieja se había plantado al borde de un abismo lleno de nubes; no podía ir más lejos.

-Si mientras tanto sucede cualquier cosa, dijo por fin. Cualquier cosa que sea importan­ te para usted y que en aquel momento me impresionó… Sencillamente no sé, ya no sé. Si hubiera venido de inmediato, me hubiera acordado con seguridad. Ahora ya han pasado los días… Creo que es algo que no tiene reme­ dio. Tengo casi ochenta años, ¿sabe?

-No, no puede ser. Vine tan pronto como pude; estaba muy enferma. Me quedé…

No podía ser, era imposible. Aquella vieja lo había visto todo; ella misma se lo había dicho hacía poco, cuando la había visto entrar: «Es usted la señora del edificio de enfrente, ¿no es cierto? ¿La madre de aquella pobre niña? Yo lo vi todo…» Lo había visto todo. Había sido incluso ella la única espectadora de la desgracia. ¿De la desgracia? La calle era estrecha, los dos edificios quedaban incluso uno al lado del otro; ambas vivían en el quinto piso. Solo que el suyo era un edificio nuevo; y el otro, una construcción destartalada, parcialmente deshabitada, con anuncios en las ventanas de crista­ les rotos, y únicamente en espera de que la vieja muriera para ser demolida. La madre del actual propietario había sido amiga suya y le había prometido que mientras es­ tuviera viva no la obligarían a salir de allí. Todos lo sabían; el vecindario estaba enterado. Nadie más había visto a la niña con excepción de Palmira, que en aquel momento estaba en el balcón regando las flores. Los demás se habían limitado a mirar el cadáver desarticulado que yacía en la calle.

-Algo que no tiene remedio-repitió la vieja pausadamente-. Algo que ha quedado allá muy atrás, al final de un camino todo blanco por donde no me acuerdo de haber pasado.

-Pero debe acordarse. ¿No se lo habrá contado a su hermanastra?

Palmira, la vieja, hizo un gesto negativo y la mujer observó sus cabello blancos, ya ralos, muy bien peinados sobre la cabeza rosada.

¡No!: no le había contado nada. ¡Era tan sorda, pero tan sorda su hermanastra!

-Y es más joven que yo; tiene solamente setenta años. Se lo pongo todo por escrito… Nunca he sido capaz de gritar. Entonces ahora…

-Tiene, por lo tanto, la seguridad…

-¡Ah, sí!, por completo. Ni a mi hermanastra, ni a nadie. Hace muchísimo tiempo que no recibo visitas…

La mujer acercó la silla al butacón donde Palmira se había vuelto a quedar absorta, sonriendo.

-Voy a contárselo todo y Dios sabe, Dios sabe lo que me cuesta.

-Pero si yo no tengo interés, mujer, ningún interés. A mi edad… Si pudiera le diría todo lo que usted quiera, créalo. Sencillamente no puedo. Por más que intente sacar los recuerdos del fondo del pozo, estos no suben a la superficie. Están ahogados en lo más profundo. ¿Por qué quiere contarme cosas tristes?

¿Qué gana con eso? La pobre niña murió; lo demás no importa.

La enlutada se enderezó en la silla; suspiró.

-Vio caer a mi hija…, ¿no es verdad? La estaba mirando, ¿no es así? ¿La vio… lanzarse?

Se echó a llorar.

-Bueno, bueno… -la voz de Palmira era dulce y persuasiva-. Es necesario que se cal­ me. ¿Qué puede hacer ahora? Era un ángel, está en el cielo.

-Lo era. Allí debe estar. Si existe el cielo… allí debe estar… Eran palabras secas, de rabia. Si no fuera un ángel, estaría viva todavía en este momento.

-¿Quién puede decirle que no fue un accidente, que ella no perdió el equilibrio, que no cayó? No sé, no me acuerdo, pero puede haber sido.

-¿Y quién puede decirme que no fue lo otro, lo que yo temo? No la eduqué como debía; la dejé ser ángel y en esta vida no da resultado. El mundo no se hizo para ángeles. La atmósfera es malsana; es necesario que tengamos aquí dentro una buena dosis de microbios para luchar con los de afuera. Mi hija estaba sin defensas. Y yo fui terriblemente imprudente.

-Tenga valor. Ahora es tarde, ¿no es cierto?

Nueva Acrópolis - ancianaEstuvo callada, pensativa, durante un largo rato. Después volvió a hablar, ahora muy apurada.

-Solo la tenía a ella; juro que solo la tenía a ella; era para mi hija para quien vivía, para quien trabajaba. Tengo cuarenta años y soy viuda desde hace nueve meses. Aquella tarde recibí la visita de un amigo… Supuse que mi niña había salido; no recordé que era día de fiesta escolar, que ya por la mañana no había tenido clase. En determinado momento oímos un estruendo sordo, como si una enorme mano hubiera golpeado en una mesa pidiendo silencio. Después hubo un grito, muchos gritos al mismo tiempo. Fui entonces a la ventana y la vi, la vi ¿comprende?

Se tapó el rostro con las manos; se quedó un momento sin poder hablar. Palmira dijo:

-Debe haber sido terrible para usted.

-Era mi única hija, y tenía nueve años. No sabía nada de la vida, nada. Y yo estaba orgullosa de eso…

-Hubo algún detalle -Palmira arrugó las blancas cejas-, yo sé que lo hubo. Pero, ¿cuál?

-¿Una expresión de horror, quizás? ¿Lágrimas? ¿Estaría pálida como un…? Ella se ponía así cuando tenía una emoción violenta. Era una niña nerviosa, ¡tan sensible! La vio a lo mejor saltar… o inclinarse lentamente… ¿No habría percibido ella algo que le llamara la atención, esos acróbatas gitanos que a veces pasan por ahí y ejecutan habilidades sobre una escalera?, preguntó con repentina ansiedad. En aquel momento no me di cuenta de nada más… Solo la vi a usted, creo que la vi antes de mirar para allá abajo. Todavía tenía la regadera en la mano. Piense, haga un esfuerzo por acordarse…

-Era un poco como si fuera mi nieta, ¿sabe? Una nieta que yo solo conociera de vista. Me sonreía siempre y yo le sonreía también. No puedo recordar nada… nada.

La mujer se puso de pie; le extendió la mano fría. Que no se molestara; ella sabía dónde estaba la puerta.

-Vuelva cuando quiera. Nunca salgo. Pero creo que es algo que no tiene remedio.

La puerta sonó ligeramente. El moscón azul volvió a zumbar, a revolotear sobre el cristal y después a deslizarse por éste. El gato se desperezó, miró al insecto con desagrado, volvió a cerrar los ojos amarillos. Palmira, la vieja, cerró también los suyos; la cabeza se le inclinó sobre el pecho y se quedó dormida.

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