Cuento infantil para el alma vieja de un joven peregrino

Estas líneas se han escrito dedicadas a los innumerables huérfanos de la divinidad, para que comprendan que su orfandad es un hechizo.

Cuento infantil para el alma vieja de un joven peregrinoLa armonía de las esferas penetraba por todos los rincones del espacio en movimiento, mientras la Inteligencia creaba formas en la Naturaleza. De la Ley surgía la vida y de ella nacía la sombra de la vida con su reflejo en la materia. Con la madeja única, la Madre del Cosmos tejía la tela del Universo y los vientos del espacio separaban a los seres, colocándolos en diferentes dimensiones según el modo de entender la eternidad.

A aquellos que no conocían la palabra se les colocó en la vibración del tiempo y se les nombró mortales. A aquellos que, sabiéndose inmortales, se alimentaron con el néctar de la inmortalidad se les llevó a la tierra de los héroes, y luego de beber en el pecho de la Virgen del Mundo, se les colocó entre los hombres para que les enseñaran el secreto de la palabra eternidad. El alimento cósmico depositó más tarde a los inmortales en el reino de los dioses, junto a la Madre, donde se teje y desteje la madeja. Y la Ley dejó caminos entre las tierras de esos seres tan dispares que solo podrían ser recorridos por aquellos capaces de osar y callar, en el silencio terrible de los recónditos canales.

Mientras las aguas lavaban los acantilados y las playas del primer continente, en la montaña más alta de la Isla Seca, una Madre Virgen alimentaba lobos con ojos de hombres y mirada de dioses. Pero, de aquella constante creación, ninguno sobrevivía más de nueve meses; al cumplirse el plazo, se despeñaban uno tras otro en las encrespadas olas del mar infinito.

Sin embargo, quiso el destino que uno de ellos sobreviviera al quedar prendido en un pino cuando caía por la escarpada ladera. Allí fue recogido por una manada de lobos salvajes que cuidaron al pequeño hasta que este pudo moverse y alimentarse por propia iniciativa. Compartió con ellos los juegos y las andanzas de su especie durante años, pero había algo en su interior, una angustia que le impedía poseer la desenfadada alegría de los animales; al caer el sol, la brisa traía desde la cumbre de las montañas una irresistible llamada hacia aquellos picos cubiertos de nubes y de nieve.

El arrebato no se haría esperar. Con la primera luna de la primavera, el lobezno puso a prueba la fuerza de su raza y oyendo los latidos de un corazón que había sido gestado en el vientre de la Madre del Mundo, comenzó a ascender a través de los peñascos. A medida que avanzaba, enardecido por el recuerdo de su origen, con la dificultad de la subida no se percató de que su cuerpo comenzaba a transformarse; de aquel lobo, solo quedaba una recia pelambre en un cuerpo de hombre.

Había subido ya la mitad de la ladera. Una mezcla de asombro y cansancio, unidos a la voluntad de subir, daban al sueño de aquel hombre nuevo la mejor de las respuestas.

Cuando la fatiga comenzaba a vencer sus párpados, mientras el sol caía hacia el ocaso, sordos aullidos apartaron el sopor que le envolvía. Al tiempo que le invadía un secreto dolor, pudo observar varias siluetas de pequeños lobos retorcerse en el aire en su caída hacia el mar. Una angustia indecible le oprimió el corazón; se sintió morir y sin fuerzas para ponerse de pie, mas, una vez calmado, en aquellos ojos comenzó a brillar la mirada de un dios con cuerpo de hombre. Como tal siguió ascendiendo y, al llegar a la cumbre, se dirigió, hacia una caverna iluminada, donde una bellísima mujer, cubierta con un enorme manto marrón oscuro que alfombraba todo el recinto, jugaba con una bola negra mientras a su alrededor correteaban pequeñísimos lobeznos.

La mujer se volvió hacia él y dejando la bola le tendió los brazos. El joven se arrodilló y, al sentir la tersa mano de la virgen sobre su cabellera, revivió el dulce calor del vientre de la madre.

Pasaron varios años juntos. Allí aprendió los secretos de la gruta de la montaña, el arte de hablar con los pájaros, de jugar con hadas en primavera y otoño, de leer en el fuego de aquel viejo volcán hoy apagado, entre cuyas arrugas habitaban la madre y su hijo. Juntos observaron esa dura ley que hacía que al cabo de nueve meses, los lobos gestados se arrojaran al mar.

Cuando hubo conocido todo lo que un ser podía llegar a conocer, se atrevió a preguntar por algo que desde su llegada le había estado inquietando.

–Madre, ¿por qué en mi presencia guardas tu mano derecha entre los pliegues de tu túnica?

–¡Ay, hijo!, el día que sepas la causa te alejarás de mi seno y partirás por la razón del deber hacia lejanas tierras.

–Pero, ¿por qué, a mí, nacido de tu vientre y vuelto a tu regazo, no me lo has revelado?

–Porque sólo tu voluntad de saber puede rasgar el enigma.

–¡Rasga el velo entonces! ¡Con mi voluntad lo exijo!

Dejó caer la mujer el borde de su manto al suelo, mientras surgía como una aparición, su mano firme pero suave. Brillaba en uno de sus dedos un anillo resplandeciente, en el que podía observarse el engarce roto donde faltaba algo.

–Falta una piedra verde, la esmeralda. Una noche –continuó diciendo la virgen– cuando mis cachorros de lobo se despeñaban hacia el mar, mi dolor fue tan fuerte que al intentar arrebatarlos del abismo, mi anillo golpeó contra las rocas con tal fuerza que al partirse el engarce, la piedra primera rodó y rodó hasta perderse en el fondo de la tierra.

–¿Y por qué ocultas la mano?

–Pequeño hijo de mi vientre, sabes muchas cosas pero aún te falta conocer el enigma. Oye bien y que el destino te acompañe porque lo que te voy a decir turbará para siempre la paz de que gozas aquí.

–Poco me importa la paz, mi corazón me dice que estoy a tu servicio y que no es mi paz sino la tuya la que realmente importa… ¡Por favor, habla ya! ¡Necesito saberlo!

El joven, casi sin respirar, esperaba la respuesta. La mujer acarició suavemente su anillo al tiempo que volvía la mirada hacia él.

–Cuando aparezca un héroe capaz de rescatar la piedra de las entrañas de la tierra –dijo mientras levantaba la mano mostrando el anillo– y la devuelva a este círculo de oro, el secreto de los hombres habrá sido revelado.

–Madre, dame el permiso para ir en su busca.

–Por un acto de amor se perdió la piedra, solo un acto de amor podrá rescatarla.

–Yo quiero ser el elegido, –dijo el joven hombre que era un viejo lobo.

–Aprende a guiarte por la voluntad y no por el arrebato. No eres tú el primero que, bebiendo la sabiduría en mi presencia, quiere encontrar la esmeralda. Muchos han partido ya, aquí los espero desde el comienzo de la historia, mas aún no han regresado. Si te sientes capaz, rompe la inercia de la Rueda y hazla girar con su propio movimiento…

Una idea martilleaba en la mente del heraldo, mientras descendía acercándose al valle. Debía encontrar la esmeralda y recomponer la alianza rota.

* * *

Los parajes que iba atravesando estaban despoblados y solo se escuchaba el murmullo del viento entre los árboles. Ya en el valle, se detuvo unos instantes para intentar adivinar por dónde debía seguir. Una vez definido su camino, se dirigió hacia el bosque en el que fue recibido, cada vez más nítido, por el canto de los pájaros; un canto que en las tierras bajas no era igual al de las altas cumbres, aquí parecía más halagador, no tan fuerte y rítmico como el que estaba acostumbrado a escuchar y cuyo significado su madre le había enseñado a interpretar.

Siguió caminando, guiado más por el instinto que por la intuición. Hipnotizado en un mundo de insectos, reptiles, animales voladores y plantas de todos los colores y variedades, el bosque logró cobijarlo y, arropado entre frescura y melodías, notó que el cansancio le cerraba los ojos.

Durmió durante muchas horas porque una legión de seres invisibles, pequeños y barbudos, acarició el letargo del joven, llevándoselo a un sueño aún más profundo. Durmieron luego con él, en las arrugas de su túnica y en los huecos de sus alforjas, hasta que el canto de los colibríes rescató la conciencia del joven peregrino, perdida entre las nubes, en tanto se desperezaba estirando brazos y piernas.

Una vez incorporado, sintió temor e incertidumbre, ¿qué hacía allí?, ¿de dónde venía?, ¿hacia dónde debía dirigirse?, ¿qué era lo que le estaba sucediendo? Aquel sueño, aquel bosque, habían borrado sus recuerdos, incluso había olvidado por completo quien era y cuál era su nombre.

Observó a su alrededor, donde extrañamente todo le resultaba desconocido, pero a la vez familiar. El canto de los pájaros ya no le decía nada, aunque en su interior hubiera jurado que podía entenderles… ¡pamplinas!, una simple ilusión. Además un vacío en la boca del estómago le pedía algo de comer. Había comenzado a sentir hambre.

Nueva Acrópolis - chozaLlevaba varias horas caminando, cuando encontró una choza de cuya chimenea salía humo. Entró con cautela por la puerta abierta, y observó con enorme alegría que unos trozos de cordero se asaban en el fuego. Sin pensarlo más se dirigió hacia el hogar y al cabo de un rato su apetito había quedado completamente satisfecho. De pronto chirrió la puerta. El joven se puso en pie rápidamente y vio horrorizado cómo la figura de un hombre recio, con aspecto de leñador, franqueaba el espacio. Ambos se observaron durante un instante. Más allá de la barba negra y espesa del hombre del bosque, había una mirada firme, la de aquellos que en un mundo duro y hostil sobreviven a través de su trabajo.

–Oye, extranjero, –dijo mientras le señalaba con el hacha que llevaba en la mano derecha– acabas de robarme mi comida.

El joven lo miraba absorto, con la boca entreabierta y aún manchada.

–Se nota por tus ropas que no eres del bosque. No sé de dónde vienes, ni tampoco cuáles son las leyes por las que te riges. Pero aquí, entre los hombres del bosque, lo que se hace se paga…

El enorme leñador avanzó llevando el hacha hacia su hombro izquierdo, dispuesto a separar a la joven cabeza de su tronco. Pero en el peregrino quedaban aún recuerdos de su vieja estirpe y, recuperando la calma, levantó sus brazos al tiempo que los tensaba, dispuesto a defenderse. Frente a él vio el leñador, no a un amedrentado jovenzuelo, sino a un joven decidido y fuerte.

–Quizás me sirvas más vivo que muerto. Te perdono la vida. Me pagarás con tu trabajo y ayudándome en mis faenas… ¿Cómo te llamas?

Su interlocutor permaneció en silencio. No sabía cómo se llamaba, lo había olvidado absolutamente todo.

–Comprendo que estés asustado, muchacho. Por otra parte el nombre que tengas seguramente me resultará impronunciable. Por tus rasgos y tu actitud pareces un lobo y así te llamaré; tu nombre para el bosque será “Lobo”. Y, mientras le bautizaba, arrojó su hacha por el mango, que golpeó en el pecho del joven y lo tiró de espaldas contra el suelo.

–Aprende a utilizarla, con ella trabajarás, –dijo el gigante mientras se alejaba hacia el exterior de la choza.

Durante varios meses Lobo cortó árboles y más árboles, desde la mañana temprano hasta el anochecer; junto a su rudo compañero abrían claros en la espesa densidad del bosque. Cuando diariamente regresaban a la cabaña encontraban el fuego encendido y, sobre las ascuas, trozos de cordero, además de vino, frutas y leche. Supo por el leñador que su misión era la de abrir claros, y que quien le enviaba se encargaba de alimentarles diariamente y proveer todo lo necesario para su subsistencia. Aprendió también a amar el trabajo, e incluso a comprenderlo, y a entender las órdenes de su enigmático superior. A través del leñador supo que aquel constantemente les decía: «Cortad árboles, haced claros en el bosque, es necesario que haya espacios desde donde los hombres puedan ver el sol».

Mientras se alimentaban al atardecer, después de la dura jornada, su enorme compañero se entusiasmaba entre copas de vino, contándole los secretos del bosque; le hablaba de caminos sin fondo que se pierden en las profundidades de la tierra y por los que nadie se ha atrevido a pasar; de ríos que suben hasta el cielo y encuentran sus fuentes en las nubes. De árboles que hablan o de ejércitos de seres transparentes que atraviesan el bosque en los equinoccios y los solsticios; en fin, de tantas cosas, que ni la misma imaginación era capaz de comprender. Algunas noches también le contaba cómo el mismo que los dirigía a ellos poseía escuelas en las que se formaban nuevos leñadores y que había muchos de ellos a lo ancho del bosque, cuya única función era abrir claros para poder ver el sol.

Los días y las noches transcurrían pausadamente. Lobo ya había olvidado la angustia de sus dudas y cortaba árboles con la misma fuerza y maestría que un leñador veterano. Un día algo vino a turbar aquella inocente tranquilidad; junto a la comida encontraron una nota. Luego de leerla, el viejo gigante miró con tristeza a los ojos de Lobo y balbuceó:

–Debes partir. Mañana por la mañana vienen a buscarte.

–¿Qué quieres decirme?

–El viejo del bosque, el Maestro de los leñadores, dice que debes ir a su presencia. Se ha enterado que estás conmigo y quiere saber de dónde vienes.

El chisporroteo de las ascuas en el fuego pareció aquel día a los oídos del Lobo más fuerte que de costumbre, sentía un mareo extraño unido a una profunda tristeza. En aquel largo período de lunas y soles había aprendido a hacer algo por amor: en cada rayo de sol que penetraba en la oscuridad del bosque, un universo de alegría le inundaba el corazón. Y ahora, ¿qué sería de él, de su rudo compañero de labores, del sonido de las hachas golpeando la madera…? Las sombras que dibujaban las llamas del hogar en el recinto de la choza, querían decirle algo secreto que sólo las salamandras de aquel fuego conocían, pero Lobo había olvidado el arte de leer en las entrañas de los elementos… había olvidado tantas cosas… y los contornos solo lograron inquietarle.

El sol de la mañana siguiente encontró a Lobo con la mirada perdida, sentado entre troncos apilados en el exterior de la cabaña. De pronto tres sombras surgieron de lo más espeso del bosque; llevaban largos hábitos marrones que casi arrastraban por el suelo, y puntiagudas capuchas cubrían sus cabezas, dejando una oscura mancha sobre el rostro. Los enigmáticos personajes se detuvieron a unos cuantos metros de la cabaña. El leñador ya había cruzado el quicio de la puerta y se encontraba de pie firme, cerca de Lobo, en medio de un silencio psíquico que sobrecogía. Los cuatro personajes se saludaron mostrando la palma de su mano. Nadie se movió. El viejo leñador miró a Lobo con cariño, volvió a mirar a los visitantes y dijo con voz clara y ronca:

–Este es el joven… Lobo, síguelos en silencio.

Un abrazo despidió a los compañeros y Lobo devolvió el hacha con el dolor de una gangrena que se roba las partes de un cuerpo.

* * *

Mientras caminaban siguiendo un estrecho sendero a lo largo del bosque, las dudas volvieron a renacer. Observaba su vida cortando troncos como un espacio de tiempo más allá de la realidad, una especie de sueño sin incertidumbre. Sentía enormes deseos de saltar sobre sus desconocidos guardianes para descubrir sus rostros y mirarles cara a cara; pero sus fuerzas no tenían la medida del deseo y continuó caminando siguiendo las pisadas de sus guías. Llegada la noche se acostaron a descansar; él durmió profundamente, más por el cansancio psicológico que le provocaban sus dudas que por el esfuerzo físico.

En la mitad de la noche, el sonido ronco y profundo del grito de los búhos le despertó de un sobresalto. Miró inquieto a su alrededor y se encontró solo. De los tres encapuchados no quedaba el menor rastro. Lobo se encontraba despierto frente a sus propios temores y a sus propias incógnitas. No le quedaba más remedio que caminar, seguir caminando.

Marchó durante varias horas por estrechos y tortuosos senderos demarcados por árboles milenarios cuyas copas no permitían ver el cielo, por lo que le era imposible determinar dónde se encontraba el sol en su diaria marcha. De repente, retirando ramas que tenía delante, vio como la maleza decrecía y abría ante él un vasto claro hecho por la mano del hombre.

El sol se encontraba trepando hacía el cenit; nubes ligeras lo apagaban y lo volvían a encender. Le parecía mentira a Lobo dejar la humedad del bosque y poder caminar campo a través.

Entonces, como surgido de la nada, apareció un complejo conjunto de viviendas amuralladas, construidas con maderas de los bosques. Las columnas de humo que surgían de algunas chimeneas denunciaban moradores, y en el silencio del ambiente se oían golpes de metales. Mientras se iba acercando, la puerta levadiza fue dejándose caer hasta formar un puente por el que se sorteaba un oscuro y profundo canal que aislaba la muralla. Cuando comenzó a atravesarlo, creyó ver en el lado opuesto a uno de los encapuchados del bosque que le hacía un parco ademán para que le siguiese. En una de las cabañas a la que fue conducido, le fue mostrada una austera habitación para que se lavara y cambiara sus ropas sucias por un sayón que había sobre el lecho.

Así lo hizo, enredado en un bosque de pensamientos, intrigado cada vez más por el sordo ruido de aceros que chocaban en el exterior. Trató de observar por el ventanuco de la celda, pero no veía más que un patio en el que dos encapuchados hervían algo en una gran olla.

Mientras dibujaba en su pensamiento respuestas a sus preguntas, la puerta se abrió y volvieron a llamarle; le vendaros los ojos, y le llevaron a través de suelos diferentes. Cuando le quitaron la venda de los ojos, se encontró en un recinto donde la austeridad y el lujo habían encontrado el oculto equilibrio de la estética. Sentado en un sillón de encina con forma de árbol, sobre una piel de oso blanco, se veía un hombre de edad indefinida cubierto por una capa púrpura, bajo la que aparecía una larga túnica azul oscuro. Su mirada era brillante, como si en el fondo de sus pupilas se representara el nacimiento interminable de una galaxia. Un ligero golpe en el hombro le distrajo del ensueño que se había producido en su conciencia al penetrar en las pupilas de aquel hombre.

–Preséntate, –dijo el enigmático personaje mientras unos enormes canes negros miraban con curiosidad al visitante.

–Me llaman Lobo…

–Quizás seas un lobo, pero aún no tienes dientes, –dijo mientras se enderezaba en su asiento para mirarle de cerca… Has llegado por tus propios medios a un sitio donde vienen los hombres a recuperar la memoria. Aquí se les prepara para que logren recordar la razón para la cual ha nacido… En cuanto reconocen su origen, dejan estos sagrados recintos para cumplir con su misión.

Lobo guardó un profundo silencio, y el hombre de la capa púrpura volvió a hablarle.

–Has llegado a una escuela de dioses. Vayas donde vayas, lo reconocerás por este símbolo…

Y miró con reverencia hacía un lugar destacado de la estancia, donde brillaba en la penumbra, por efecto de una antorcha de aceite, una enorme águila de oro que cogía entre sus patas un ramillete de rayos.

–¡Inclínate¡ –le ordenó–. Te encuentras ante los propios misterios.

Sin entender nada, Lobo se dejó caer de rodillas en tierra, mientras lloraba sin saber por qué, al tiempo que su corazón se hinchaba de nostalgia y nebulosos recuerdos. El Águila se desdibujaba en el agua de sus ojos y parecía moverse al efecto de las llamas, mientras oía que le decían: «Los hombres las colocan en las partes más altas de sus ciudades, aquí aprenderás a llevarla en la parte más alta para ti mismo».

Cuando los encapuchados le ayudaron a levantarse, el arbóreo trono se encontraba vacío. Luego le acompañaron hasta su celda y, totalmente agotado por aquella experiencia, se dejó caer en su camastro y se quedó dormido, en un profundo sueño sin ensueños.

Ya se había anunciado la mañana, cuando Lobo despertó por el choque de los aceros, dejó su habitación y se dirigió a través de los patios hacia el sitio de donde provenían los sonidos. Al pasar por un campo cubierto de césped vio enormes guerreros que, munidos de escudos y de espadas, practicaban el arte del combate. Se les acercó y uno de ellos le miró como si le estuviera esperando; luego dijo con tono severo, mientras le señalaba una cabaña:

–Recoge tus armas en el salón de los escudos y comienza a prepararte.

El tiempo que pasó mientras todo esto sucedía fue para Lobo totalmente indefinido, porque pasado y presente se fundían a cada instante.

Supo más tarde, que el sonido de los aceros era tan fuerte como el de la rueda y el huso en la rueca, o el golpe del martillo en el yunque, o el sonido penetrante de la oración y los cánticos rituales y, más aún, del fuego del atanor y el alambique; pero que cada hombre al llegar oía solo el sonido de su ancestro.

Supo también que el orden que llevaban en sus vidas estaba relacionado con el caminar de los planetas en sus órbitas, y que quien reencontrara el orden de la Naturaleza, habría reencontrado al de su propio destino. Aprendió la magia de las piedras triangulares, conoció el secreto de construir pirámides hacia dentro y hacia fuera, y se reconoció hijo del sol.

Repitió a diario las prácticas del escudo y la espada; del arco y las flechas, al punto de convertirse en un experto de las danzas rituales con la espada. Cada madrugada, al coger el mandoble con diestra y siniestra, se acercaba más a comprender y discernir el equilibrio de la fuerza en el filo de la espada. Y fue una de esas tantas mañanas cuando en el giro ceremonial de su arte, movimiento tras movimiento, todo se abrió en su mente, todo fue claridad; en la serenidad del verdadero recuerdo, vio el manto marrón de su madre, los lobos abismándose en el mar, y ¡el anillo vacío en la mano de la virgen!, al tiempo que terminaba su danza ritual.

¡Lo había recordado! ¡Lo había recordado todo!

Con absoluta resolución se dirigió a la Sala de Ceremonias, donde se encontraba el trono de encina, el Águila de oro y el Maestro de Maestros. Al entrar, luego de realizar los saludos correspondientes, se dirigió hacia aquel que hacía tiempo le había recibido.

–Señor… he recordado, sé para qué estoy, conozco mi misión.

–Cuando franquees el puente levadizo, y te internes de nuevo en el bosque, lleva una consigna en la memoria… Soter, solo su recuerdo te abrirá los caminos en el mundo.

Lobo apoyó su rodilla izquierda en tierra, inclinó su cabeza y levantó su brazo derecho mientras decía:

–Señor, ya tengo dientes.

–Sal al mundo y deja tu marca, ya has encontrado tu destino. ¡Agótalo!

* * *

Varios años habían pasado desde que Lobo dejó el templo amurallado. Del bosque circundante había saltado a las ciudades, y allí había conocido hombres de todas clases. Vio pueblos más allá de los mares. En algunos le combatían, en otros le aclamaban y, mientras el tiempo pasaba, cada vez había más gentes que seguían al monje-guerrero.

¡Qué distintas eran las cosas fuera de los muros de la Ciudad-Alta, de la ciudad del recuerdo! Aquí los Señores de la Mano Izquierda habían impuesto en las conciencias de los hombres un mundo de terror, de injusticia y de materia, un mundo de olvidados y desheredados de la divinidad.

Los ejércitos del monje guerrero cumplían la misión del contraste, recorrían los caminos limpiándolos de todas clases de alimañas; enseñaban la necesidad de conocimiento en cada pueblo por donde pasaban; hablaban de Dios y dejaban marcados en la carne del materialismo los dientes del lobo.

Pero en la mente de aquél, seguía impreso el anillo vacío en la mano de la virgen. Y cierta tarde, mientras los caballeros abrevaban en el río, Lobo encontró la palabra Soter inscrita en el tronco de un árbol petrificado, que dejaba ver sus entrañas a través de una gran grieta en la corteza. Reunió inmediatamente a sus hombres de confianza, a sus discípulos directos, y dio a cada uno de ellos una misión en diferentes partes del mundo. Sabían que ese día llegaría, y luego de celebrar ceremonias de despedida con ritos ígneos, partieron con sus propios ejércitos convertidos en maestros y maestras.

Mientras escuchaba el murmullo de cascos, aceros y voces que se alejaban, Lobo contemplaba el enigmático tronco… Se lavó concienzudamente, meditó con profundidad, oró, se encomendó a la divinidad, y luego penetró por la grieta hacía el interior del tronco.

Bajó por una empinada escalera que se le hizo interminable, hasta llegar a una enorme sala de estalactitas y estalagmitas iluminada por un río de lava incandescente. Apenas había caminado tres pasos, cuando un sinfín de seres pequeños y deformes se abalanzó sobre él. Hubiera sucumbido de no haber desenvainado su espada a tiempo, y al solo brillo de la punta volvieron a esfumarse entre las sombras.

Para poder caminar no le quedaba otra solución que marchar siguiendo el curso del río de fuego. Cada vez que enfundaba la espada, sonidos terribles y formas aterradoras se abalanzaban sobre Lobo; solo la punta brillante de su voluntad le permitía avanzar. A medida que descendía encontraba laberintos iluminados por antorchas y, al final de uno de ellos, una gran puerta de hierro con un enorme aldabón en forma de cráneo de bisonte.

Con gran esfuerzo lo hizo sonar, repitiéndose la llamada mil y una vez en un eco que formó laberintos de sonido. Al cabo de un instante la puerta dejó abrir sus dos hojas y apareció ante sus ojos un espectáculo increíble. En un torrente de llamas, de donde surgía el río de lava, ardía la gran hoguera de una fuente central. En medio de ella, la visión alucinante de un hacha de oro de dos filos, que portaba en su centro una estrella, custodiada por ígneas divinidades de terrible aspecto.

Dijeron todos a la vez:

–Retírate, inconsciente, solo la muerte hallarás aquí. No eres el primero que cruza esa puerta, si quieres el tesoro te abrasarán las llamas y, aunque te marches, insensato, serás devorado por los custodios del túnel, como ya ocurrió a tantos otros curiosos como tú.

Una carcajada penetrante y horrible hería sus oídos, pero Lobo conocía el engaño y el hechizo de las formas, y besando el puño de la espada, se arrojó sobre las llamas mientras su cuerpo se retorcía en una danza final. De su sacrificado cuerpo se elevaba, lentamente, la imagen traslúcida del Lobo, y las divinidades ígneas se inclinaban saludando al héroe, quien dirigiéndose al hacha cogía la esmeralda de su centro y el fuego fundía el oro derramándolo hacia el fondo de la tierra.

El cuerpo sutil de Lobo atravesó las distintas dimensiones de los mundos naturales, y se colocó en la entrada de la caverna luminosa donde la Madre del Mundo esperaba al hijo de su vientre. Por un acto de amor había podido rescatarlo.

Al penetrar en la cueva, en la sonrisa luminosa de su Madre vio el agua ondulante de un océano inmenso e imperturbable. Se acercó con pasos ordenados y ella mostró su brazo derecho; entonces colocó la piedra en el engarce, al tiempo que un profundo sonido en FA recorría la Tierra, penetrando en los canales del sistema solar mientras una espiral de luces y sonidos hacía de la tierra una bola de fuego.

En Sirio se oyeron los ecos de la gloria del Mundo, los Padres cantaron himnos a la esperanza, y en la galaxia brilló un nuevo Sol.

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