Alesia

Así empezará a escribirse de nuevo el libro que, hundido en el polvo, esperará siempre ver la luz a través de los ojos de la esperanza.
Pramius Sérival

¡Vaya día que habían escogido para casarse! Desde que salieron de Dijon, esa mañana, no había dejado de llover. Ahora ya era de noche y la carretera apenas se veía más allá de cuatro o cinco metros por delante del coche. ¿Cuánto faltaría para llegar a Semur? ¿No se habrían extraviado?

Nueva Acrópolis - AlesiaSilvia estaba dormitando; se sentía bien allí adentro y el monótono sonido del motor la invitaba a dormir, pero su mente no dejaba de trabajar. Estaba alterada, la emoción hizo presa de su ser. Los acontecimientos de las últimas semanas fueron demasiado extraordinarios, una explosión multicolor en su cotidiano existir. Hacía tan solo diez días que Daniel se había presentado en el pueblo para reemplazar al profesor de matemáticas, Sr. Dubois, cuya avanzada edad no le permitía seguir desempeñando satisfactoriamente su función. Tan pronto como fueron presentados se reconocieron. No, no es que se conocieran de antes tal como lo podríamos entender, no. Era un reconocimiento profundo, una corriente de familiaridad, un “no sé qué” tan poderoso que esa mañana, cuando habían transcurrido menos de dos semanas, decidieron su enlace. ¿Cómo puede cambiar tanto la vida de una persona en tan poco tiempo? Se sentía bien así, con la vida volcada hacia los niños, dedicada a enseñarles la historia de su país, y en sus ratos de ocio a investigar en la medida de sus posibilidades en cuanto libro cayese en sus manos. Ella no pensaba en casarse; hacía unos cuantos años que había abandonado esa idea, hasta que apareció él.

Ahora le resultaba difícil reconocerse: estaba junto a Daniel, en un coche asediado por la lluvia y por las sombras de la noche, rumbo a Semur, rumbo a una nueva vida. Pero, ¿por qué tardaban tanto en llegar? Parecería que ese camino no tuviera fin.

–Despierta Silvia –dijo Daniel dándole unos suaves golpes en el hombro–, creo que ya estamos llegando. Allí delante hay una señal.

Los faros del coche se posaron en el letrero.

C-308

ALISE-SAINTE-REINE 1 km

–¡No es posible! –exclamó Daniel–. Ahí tendría que estar Semur. Nos hemos perdido. En fin, tendremos que detenernos aquí. Ya es muy tarde para seguir viaje y con este tiempo podríamos estar dando vueltas en redondo.

Nueva Acrópolis - Alise Sainte ReineEl pueblo se hallaba sobre una pequeña colina. Apenas si se veía alguna luz encendida. De pronto, ante sus ojos aparecieron unas masas grises de extrañas formas. Eran piedras, viejas piedras que parecían haber formado parte de alguna fortificación. Alise-Sainte-Reine. ¿A qué le sonaba ese nombre? Un escalofrío recorrió la espalda de Silvia, una imagen vino a su memoria: Vecingétorix ofreciendo sus armas a César en señal de sumisión. Sí, aquí estuvo en un remoto pasado Alesia, la capital de los mandubianos. Aquí perdió la Galia su libertad y ganó la civilización. Aquí murió la pasión y ganó la razón. Aquí se perdieron los Grandes Misterios para la Humanidad.

Tan pronto como recordó el nombre del lugar, un deseo incontenible de acercarse a las piedras la asaltó.

–Para, Daniel, para. Quiero ver de cerca esas piedras –exclamó agarrándose con fuerza al brazo de su compañero–. Daniel reaccionó inmediatamente pisando el freno y el coche se detuvo.

–¿Qué te pasa Silvia? ¡No pensarás salir allí afuera con el agua que cae!, ¿verdad?

Silvia no contestó. Abrió la portezuela y corrió hacia las piedras. El agua empapaba su vestido y sus zapatos de tacón se clavaban en el barro. Su corazón latía más fuerte que de costumbre. ¿Qué le estaba pasando? ¿Por qué se sentía tan violentamente atraída por esas viejas piedras?

Ante ella se alzaba una de las masas grises: parecía un altar. No pudo evitar alargar la mano y tocarla. Al contacto con la fría roca perdió el sentido –o quizá no–, porque notó que su cuerpo caía al suelo, aunque ella estaba en otra parte. Todo daba vueltas y más vueltas hasta que finalmente abrió los ojos y vio…

* * *

El sol brilla alto en el cielo. Hay mucha gente en Alesia, muchos guerreros vestidos con pieles de animales y con cascos de bronce rematados con cuernos de uro o de ciervo. Todos van armados, ella también. Tiene un arco en la mano izquierda y se dirige hacia la tienda de Lúcter, su tío. Precisamente este grado de parentesco con Lúcter, uno de los lugartenientes del Arverno, es lo que le ha permitido permanecer en Alesia a pesar de su condición de mujer. Ella siente latir en sus venas el fuego de la libertad, no puede defraudar a su pueblo. La hora de la verdad está cerca. Ya hace más de un mes que el hombre rojo, con sus legiones, ha puesto sitio a la ciudad. Apenas quedan víveres. Vercingétorix ha tenido que expulsar de la ciudad a los mandubianos. Ha sido triste verlos partir, abandonados a su suerte, debilitados por el hambre, maldiciéndoles y esperando vanamente que Roma sea indulgente con ellos. No pueden aguantar mucho tiempo, hay que atacar ya.

Más allá de las fortificaciones de César, más allá de los fosos, terraplenes y máquinas de guerra, en las estribaciones del monte Rhea, está el ejército de socorro. Por una vez los galos se han unido. Trescientos mil hombres vibran al mismo son y un solo hombre lo ha conseguido, Vercingétorix, el Arverno. Pero Vercingétorix. Está aquí, encerrado en Alesia y el ejército que puede derrotar a las legiones de Roma está fuera, al otro lado, mandado por cuatro jefes que se entienden entre sí. Com, el atrébato, Vercasivelauno, el arverno, y los eduos Eporedorix y Viridomar.

«¡Oh, Teutates! No nos abandones, haz que la concordia reine entre estos cuatro ilustres varones. No permitas que sus mezquinas diferencias estrangulen el ideal de todo un pueblo. Me duele la cabeza. Todo empieza a girar, ¿qué me pasa? Debe ser hambre. Tengo una herida en la frente, algún maldito hondero ha debido alcanzarme. Pero… ¿qué ha pasado? Es horrible, miles de guerreros yacen ensangrentados en las pendientes de la colina».

El Arverno lucha desesperadamente junto a sus hombres. Lúcter entona ya el canto que los galos, en pleno combate, lanzan a los dioses del infierno.

Del otro lado de las fortificaciones, la batalla está perdida. Eporedorix y Viridomar nos han traicionado, han huido. La caballería de Vercasivelauno ha sufrido un descalabro. Los jinetes germanos que ha traído César de más allá de los Cevennes son duros y crueles como osos salvajes. Com ha luchado sin descanso, pero no tenía suficientes hombres; hubiera necesitado la ayuda de los eduos para arrasar a las legiones romanas.

Vercingétorix ha tomado una decisión dolorosa pero sensata. Yo sé que sufre como un jabalí herido en el corazón, pero jamás dejaría que sus hombres lo sospecharan. Ni siquiera en estos momentos en que quizá los vea por última vez. Su semblante es sereno, templado, no ha tenido ni una palabra rencorosa para los jefes eduos que lo han abandonado. Que han abandonado a la Galia, su propia patria.

Vercingétorix va a entregar las armas, solo, erguido sobre su caballo blanco, con sus mejores ropajes y símbolos, con sus mejores armas.

Se dirige por la llanura hacia César que lo espera rodeado por su Estado Mayor y por sus tropas. En un ala de la formación romana, los germanos gritan alborotados por la alegría de la victoria y abuchean al Arverno. Son como una jauría de mastines que hoy han atrapado una buena presa.

Repentinamente un germano de aspecto brutal lanza su caballo al galope y blandiendo su enorme hacha de doble filo se dirige hacia Vercingétorix para quitarle la vida. En su rostro se puede ver el odio irracional y despiadado de la venganza.

Un viento helado paralizó nuestros corazones. Los guerreros quedaros impotentes ante lo inesperado de la acción. Los romanos contemplaban con estupor la escena que se desarrollaba ante sus ojos.

Instintivamente salté sobre mi caballo y lo dirigí en una carrera desenfrenada por cortarle el paso al guerrero homicida. No hubo tiempo para pensaren las consecuencias de mi acción. Faltaba muy poco para que el hacha del germano cercenara la cabeza del Arverno, cuando con un esfuerzo surgido de lo más profundo de mi ser salté sobre el bárbaro y rodamos por el suelo. Él cayó sobre mí y con su propio peso clavó mi daga en su vientre. Por un momento vi su terrible rostro descompuesto por el dolor y la ira. Sus fuertes manos se cerraron sobre mi cuello y una neblina me invadió.

* * *

Silvia abrió los ojos. Estaba tendida sobre una vieja cama y Daniel zarandeaba su cuerpo para lograr despertarla. Ella lo miró asustada y temblando, lívida como si se hubiera enfrentado al espectro de la muerte y por un momento vio en el rostro de Daniel las facciones del germano. Cerró los ojos y al volverlos a abrir vio por fin el rostro amable y preocupado de su amado. Le echó los brazos al cuello y lloró como nunca antes lo había hecho.

Silvia lo había reconocido. Algo dentro de ella le decía que Daniel era el guerrero germano que atentó contra la vida de Vercingétorix. El destino había jugado con ambos y ahora tenían la oportunidad de transmutar, en bien, el mal que se habían hecho en el pasado. Sí, ella lo sabía, pero no se lo diría a él jamás. Sería su secreto.

Hoy el sol brilla sobre Alesia. Está amaneciendo y un coche con una pareja de enamorados reemprende el camino. Atrás quedaron las sombras de Alesia y el espectro del pasado.

Por delante de ellos se abre un camino de esperanza.

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