La tierra te devuelve a mí.
Si tú no hubieras muerto
ni las aguas sin venas
ni las frutas con piel
ni los volcanes,
en su frescor, sabor y fuego,
me darían tu presencia.
Me sería indiferente
este globo erizado
que expulsa de su entraña
las vida y los árboles
para que lo rodeen
de color y ternura.
La tierra sabe bien
que el sol y las estrellas
son miradas de seres que no existen.
Solo creo en ti, planeta donde muero,
donde murió quien siempre me acompaña.
Manuel Altoaguirre
No podría asegurar cuándo comenzó aquella historia, ni cómo mi espíritu apasionado empezó a soñar con ella; no recuerdo cuándo vi las primeras láminas de Botticelli, quizás en la infancia, no sé. Posiblemente desde la primera visión, ella se fue entrando en mi subconsciente, y su presencia fue creciendo durante los años de estudio en el colegio y en la Universidad, hasta hacerse algo grande y evidente, algo que absorbió mi espíritu por completo.
Simonetta, la muchacha más lánguida, más rubia, más triste que yo nunca vi; la muchacha de ojos verdes cuyo rostro quieto me contemplaba a través de los siglos, y cuya personalidad yo comprendía instintivamente con solo mirarla, la muchacha muerta tanto tiempo atrás, habiendo vivido una vida tan diferente a la mía; la que respiró aromas y contempló paisajes prohibidos para mí y sonrió y lloró bajo un cielo distinto a mi cielo… Simonetta había crecido y se había hecho gigante dentro de mi alma.
Yo la amaba, entre mis días de estudiante solitario, la amaba a través de todos los personajes que había sido en la pintura, pero sobre todo en el rostro alargado de aquella alegoría de la primavera que reparte flores en el bosque y mira al que contempla el cuadro esbozando una media sonrisa tan enigmática como si conociera algún secreto que nos está vedado a los demás.
Yo la amaba con el amor más absurdo e imposible que cabe imaginar, muerta como estaba, porque mi carácter era melancólico y dado a forjar grandes fantasías y creerme merecedor de una vida en otras épocas más poéticas, más heroicas que mi materialista y triste siglo XXI.
Mi amor no podía tener la fuerza de la tormenta, ni la potencia del huracán, pues me habría estrellado inútilmente contra lo imposible; era más bien una dulce contemplación, serena como un lago en las montañas, con la serenidad que me daba el conocimiento de que nunca podría respirar su aliento.
Y sin embargo, una mañana de otoño, en la que los chopos frente a la Universidad comenzaban a amarillear, el corazón me galopó en el pecho después de leer un artículo en el boletín del colegio de licenciados que el conserje me había dejado sobe mi desordenada mesa de profesor becado de Historia del Arte Europeo: hablaba de los viajes en el tiempo.
Aunque yo pertenecía a las Humanidades y no me interesaba profesionalmente por estos temas, conocía el evento extraordinario del cuatro de noviembre de 2.063, en que Artigao y Conesa habían logrado enviar quince minutos atrás en el tiempo una cajetilla de cigarros. Desde entonces los experimentos se habían sucedido con rapidez, de tal manera que recientemente se había oído hablar de la utilización de personas en tales viajes. Ahora bien, de igual manera que en los primeros tiempos de la astronáutica los tripulantes de los vuelos eran físicos, geólogos, etc., la crononáutica iba a emplear historiadores, pues se iba a utilizar, en un primer momento, para la constatación y aclaración de ciertos hechos históricos oscuros.
Esta era la noticia: se iba a realizar el primer proyecto con cien historiadores, que se dedicarían durante algunos días a recabar información del pasado. No advertí de momento, la verdadera dimensión del asunto, pues pensé que yo no podría aspirar a ser uno de los cien, ya que era un simple licenciado que estaba redactando su tesis doctoral, y había por delante de mí muchos profesionales solventes. Sin embargo, en conversaciones posteriores con otros profesores me fue revelado lo que me debía resultar evidente: los solemnes catedráticos y grandes profesores carecían de la juventud necesaria, de tal forma que el crononauta ideal sería el que hiciera coincidir en su persona el vigor físico y la altura intelectual.
Entonces miré al cielo y pensé lo increíble de las posibilidades que se me abrían; era algo que casi no me atrevía a soñar, pero que estaba aparentemente al alcance de mi mano. Podría ir a recorrer los siglos en busca de Simonetta.
Siguió un año de actividad frenética, preparando toda la documentación, los avales de los catedráticos, certificados médicos y de estudios, pruebas físicas, de equilibrio psicológico, y sobre todo un proyecto de estudio que debía ser lo que justificara mi viaje, que no fue otro que ciertos aspectos de la formación de Botticelli. Hubo unos meses de espera e inquietud creciente, porque el grupo de candidatos se hacía cada vez menor, y yo tenía miedo de que los castillos en el aire se me derrumbaran antes de estar acabados, y de encontrarme, como siempre, con las manos en los bolsillos, caminando cabizbajo por el campus.
Hubo, en fin, una comunicación oficial de admisión, felicitaciones de los profesores, de los alumnos, de los catedráticos, y hubo también una gigantesca esperanza que se abría como un amanecer en Júpiter, hubo un abrir los brazos de par en par para recibir un futuro que se prometía mágico.
Después, intensos meses de preparación y aprendizaje: educación física, idioma italiano, conocimiento al detalle de las costumbres del lugar y la época, mentalización psicológica, y sobre todo una obsesiva preocupación por inculcarnos a todos la recién construida moral crononáutica, basada fundamentalmente en la prohibición de hacer actos relevantes que pudieran cambiar la historia: había que limitarse a observar y anotar los datos de la experiencia, hablar y actuar lo menos posible, y regresar cuando antes. Eran reglas que yo no iba a respetar, pues iba a Florencia a buscar el amor.
Finalmente, llegó el momento. Me vistieron con ropas de viajero y me instalaron una serie de sensores microscópicos por todo el cuerpo, a fin de controlar al segundo mis constantes vitales desde el siglo XXI. Tenía un límite de veinte días. Veinte días para vivir el amor más dulce del mundo, y quizá para idear la forma de, más que traer a mi época a Simonetta, quedarme para siempre en la Florencia del esplendor artístico viviendo con ella hasta el fin.
En el laboratorio se pronunciaron palabras extrañas, y, en medio de la luz roja que lo inundaba, mi cuerpo desapareció, quedando convertido en un puñado invisible e informe de átomos inarticulados.
* * * * * * * * * * *
Me sentí renacer de un sueño eterno. Abrí los ojos, para ver un paisaje tan distinto al que yo había vivido que solo podía pertenecer a otro mundo. A otro siglo. Estaba en la orilla de un camino bordeado de olivos que llevaba directamente a la ciudad buscada, cuya silueta se destacaba al fondo, contra la aurora amarilla, inconfundible en sus cúpulas y torres. La negrura y el frío se iban levantando lentamente de la faz de los campos, y cada piedra, cada rama, cada flor adquirían color poco a poco. La grandeza de la campiña italiana en primavera se me vino encima con lentitud.
Comencé a caminar, representando mi papel. Caminé más felizmente que nunca embriagado por aquel perfume fresco que llevaba la brisa de la mañana, conteniendo a cada momento los latidos de un corazón que amenazaba con escaparse de mi pecho y darse al galope.
La ciudad se fue haciendo más concreta, más real y cercana y, finalmente, al cabo de dos o tres horas, llegué a sus murallas. Me paré un momento, consideré el paso que iba a dar y entré por fin, intentando perderme entre las callejuelas, hacerme anónimo, pues me sentía cruelmente escudriñado por todos los ojos. Poco a poco, me fui atreviendo a saludar a la gente intentando aparentar naturalidad, tal como había estudiado.
A media mañana era bastante la gente que deambulaba por las calles de una Florencia bulliciosa. Me dirigía a su casa, cuya ubicación conocía de sobra. Solo que, mientras iba callejeando y fundiéndome cada vez más con el ambiente, me di cuenta de algo muy importante en lo que no había pensado: ¿cómo iba a presentarme a Simonetta?, ¿qué iba a decirle? Mi pasión había sido tan grande que nunca antes me había parado a pensar en la posibilidad de ser rechazado, cosa que en aquellos momentos, en los que encontraba ya frente a su puerta, disfrazado como lo estaba de viajero pobre, me parecía harto probable.
Comenzaba a atormentarme la idea de perder aquella batalla apenas comenzada cuando, de pronto, se abrió la puerta de madera noble y apareció. Apareció alta, esbelta, rubia; apareció sublime, aérea, espiritual; apareció silenciosa en medio de la mañana cálida. Era como si Venus acabara de nacer allí mismo, en aquel instante, como si la primavera hubiera salido de pronto a las calles y fuera repartiendo flores a los espacios.
Salió a la calle, pasó por mi lado y ¡me dio los buenos días! Yo, que la había visto venir absolutamente asustado, no supe qué decir. Creo que me tuve que quedar pálido. Pero cuando me repuse, segundos después, fue como si despertara de una somnolencia estúpida; había pasado tan cerca de mí que casi había podido sentir su aliento al hablar. Era real, ¡real!, no una imagen muerta. Su cuerpo estaba vivo, caliente, y por sus venas corría sangre, y su alma también estaba viviendo y respirando en aquél momento el mismo aire que respiraba yo.
¡Y yo tenía que conocerla!
Me volví, alcé la vista, y aún pude verla, perdiéndose entre la gente. La seguí a prudente distancia, mientras pensaba cómo podría abordarla. Se detuvo en un par de ocasiones a comprar algo en puestos callejeros, y luego se dirigió hacia el Arno.
El Arno era en aquellos días un ancho, tranquilo y transparente río, en cuya rivera crecían la hierba y las flores. Era primavera. Entró en aquella vasta pradera salpicada de colores, suavemente inclinada hacia el río. Temeroso de seguirla aun en campo abierto, yo también penetré, al fin, en el lugar perfumado. Ella comenzó a recoger flores, y yo sentía que a cada momento que pasaba me enamoraba más de ella, hasta que, cuando sentí que los ojos se me iban a humedecer, la pasión que me inflamaba me dirigió con paso firme y el corazón en un puño hacia ella.
–Simonetta– dije, lo más dulcemente que pude, aún desde lejos, pues no quería asustarla.
Pero no se asustó. Volvió la cara y en este momento gigante y único en que me miró sonriente y abierta supe que había nacido para unirse a mí el día que yo descendiera del tiempo para buscarla, que ninguno de los dos podría ser feliz nunca junto a otra persona.
En este momento mágico descifré su personalidad entera, y supe lo que sabía, que no era fatua, ni vanidosa, ni mezquina, que su temperamento sensible y melancólico encajaba con el mío como una llave en la cerradura.
— Simonetta ¿qué flores estás recogiendo?
— ¿Flores?
Hubo una larga pausa. Nos miramos en silencio. Posiblemente ella estaba leyendo el amor que se me escapaba por los poros de la cara, y acudía volando a besarla. Yo deseaba intensamente que ella estuviera sintiendo lo mismo que yo. De pronto, apartó la mirada y continuó hablando:
— Cojo linaria, trébol, violetas…
— Simonetta, Simonetta–, dije con seguridad, afectivamente, con una ancha sonrisa-, ¿te gustan las flores?
— ¡Oh, claro! ¿y a ti?
— A mí… sí, me gusta la vida, la tierra…
— ¿Quién eres?… ¿Cómo sabes mi nombre?—me interrumpió
— Háblame de las flores.
Hubo otro corto silencio, en que miró al suelo, preguntándose qué debía hacer, si dar paso a la cordura o a la fantasía. Finalmente, eligió lo segundo, cosa que nunca dudé, y me habló largo rato sobre las flores. Creía que eran conscientes de su vida, incluso llegaba a creer, en arrebatos de ternura y sensibilidad, que las linarias amarillas la saludaban, pues alguna mañana temprano ella les hablaba, y las flores abrían los pétalos para dar los buenos días. Solamente una persona tan especial, tan mía como aquélla podía construir—para sí misma—creencias semejantes.
Me habló. Me habló mucho con palabras musicales y argentinas de su vida, de Florencia, de Sandro, de las cosas, de los pájaros, de la iglesia de Santa María, de las estrellas fugaces. Me habló, y la supe enamorada, y al final de estas horas dulces, alcé mi mano hacia su rostro pálido, enredé entre mis dedos su pelo amarillo, acaricié su mejilla tibia y la besé en un beso que era la razón por la que yo había nacido.
— ¿Quién eres? –dijo después.
— ¡Oh, cómo podría explicártelo! Vengo… vengo de un lugar lejano donde no cantan los pájaros y el agua no es transparente, y las linarias no saludan a las muchachas rubias por las mañanas. He venido a buscarte. Te he buscado, te he conocido toda mi vida.
— Yo te he esperado toda mi vida—me dijo con mirada firme.
Y allí nos fundimos en un abrazo de amor más allá del espacio y del tiempo, más allá de ninguna barrera. Allí fuimos un solo cuerpo sobre la hierba y las flores, allí nuestras almas se hicieron hermanas por toda la eternidad.
Y sin embargo, cuando caminábamos de regreso a la ciudad, que ya había encendido sus antorchas, puesto que la noche empezaba a caer sobre el mundo, sentí de nuevo aquella suave sensación de la atomización total, y ahí terminan mis recuerdos
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Volví en mí en el laboratorio de la luz roja ¡Oh, el maldito laboratorio! ¡La maldita realidad! ¡Mi maldito tiempo! Me sentía como una de esas veces en que se tiene un sueño del que no se quisiera despertar, y, cuando ocurre, fatalmente el sueño se acaba, y le invade a uno una nostalgia y una pena, y una sensación de sentirse prisionero en el mundo real, y un querer y no poder regresar al mundo tibio y colorido del sueño.
Pero allí era, fatalmente, la vigilia y la responsabilidad. Me habían traído de vuelta a mi siglo por advertir continuas anomalías en mis constantes vitales ¡claro! ¡cómo no se me iba a acelerar el corazón y entrecortar la respiración durante todo el día!
Me derrumbé, y no pude ni quise inventar justificaciones ingeniosas. Simplemente me abrí paso con los ojos en lágrimas por entre los técnicos, los ingenieros y los dirigentes del proyecto, que no sabían qué pensar.
Salí llorando del edificio. La realidad me golpeaba los sentidos. Todo me decía que estaba en aquel mundo mío, tan familiar, tan metálico, tan geométrico. En aquellos momentos amargos comprendí que toda la nostalgia por la imagen de los cuadros, y toda la melancolía de mi personalidad no eran más que el síntoma evidente de que yo no había nacido para aquel mundo artificial y cerrado, de clima controlado y flores de plástico, sino para otro mundo en el que pudiera correr a guarecerme de la tormenta y sentir la fragancia suave de los campos.
Corrí por las avenidas. Corrí hasta salir de la ciudad, a campo abierto. Sin embargo aún en medio de aquella inmensidad, me seguía sintiendo prisionero. Ya me sentiría prisionero para siempre, ya fuera junto al mar, en las cimas de las montañas, o en los espacios estelares, pues mi cárcel no era el espacio, sino el tiempo.
* * * * * * * * *
Finalmente todo se supo. Yo lo expliqué, no tuve ningún inconveniente en confesar la realidad, porque despreciaba infinitamente lo que me rodeaba. Mis superiores, mi carrera, nada me importaba, y todo lo perdí. Se me abrió expediente y fui expulsado de la Universidad, cosa que me dejó totalmente indiferente.
Acepté un empleo de mantenedor de robots domésticos, trabajo de los últimos en la escala social. Intentaba combatir mi abatimiento pensando que, de algún modo estaba viviendo aún en Florencia en aquellos instantes, recordándome, quizás esperándome. Me consolaba mucho un poema de aquel antiguo Pedro Salinas del siglo XX, que pegué en la pared de mi habitación:
Qué alegría, vivir
sintiéndose vivido.
Rendirse
a la gran certidumbre, oscuramente,
de que otro ser, fuera de mí, muy lejos,
me está viviendo.
Que cuando los espejos, los espías,
azogues, almas cortas, aseguran
que estoy aquí, yo, inmóvil,
con los ojos cerrados y los labios,
negándome al amor
de la luz, de la flor y de los hombres,
la verdad transvisible es que camino
sin mis pasos, con otros,
allá lejos, y allí
estoy besando flores, luces, hablo.
Que hay otro ser por el que miro el mundo
porque me está queriendo con sus ojos.
Que hay otra voz con la que digo cosas
no sospechadas por mi gran silencio,
y es que también me quiere con su voz.
La vida — ¡Qué transporte ya! – ignorancia
de lo que son mis actos, que ella hace,
en que ella vive, doble suya y mía.
Y cuando ella me hable
de un cielo oscuro, de un paisaje blanco,
recordaré
estrellas que no vi, que ella miraba,
y nieve que nevaba allá en su cielo,
con la extraña delicia de acordarse
de haber tocado lo que no toqué
sino con esas manos que no alcanzo
a coger con las mías, tan distantes.
Y todo enajenado podrá el cuerpo
descansar, quieto, muerto ya. Morirse
en la alta confianza
de que este vivir mío no era solo
mi vivir, era el nuestro. Y que me vive
otro ser por detrás de la no muerte.
Aunque estas ideas me traían algo de calma, no conseguían hacerme vencer la amargura, ni los recuerdos que me atormentaban a todas horas. Ella se habría quedado allí, también prisionera de su época, esperándome para siempre, mientras su piel y su pelo se marchitarían poco a poco. Cada mañana acudiría quizás al prado junto al Arno, pero yo nunca más estaría allí para abrazarla.
Quise volver a Florencia. A la de mi tiempo. Sabía que sería tristísimo recorrer aquellos lugares tantos siglos después, y comprobar que, realmente, ella ya no estaba allí. Significaba matar la última levísima esperanza que tenía, de que algo, un milagro, me la devolviera.
Y cuando me planté ante lo que había sido aquella alegre ciudad, no pude evitar un estremecimiento, pues casi todo había desaparecido, suplantado por las enormes y brillantes estructuras metálicas del siglo XXI.
Tomé el camino del cementerio al anochecer. Estaba en las afueras y había sido respetado. Allí debía estar su cuerpo. La luna salió tiñendo de luz blanca las viejas lápidas, Busqué en la parte más antigua y, finalmente, encontré su tumba. Una sencilla piedra vertical tenía labrado su nombre. Toda la tumba estaba cubierta de flores. Eran linarias. Me arrodillé, pero cuando iba a pronunciar su nombre, ocurrió algo increíble: todas las linarias, que ya habían formado el capullo, abrieron de pronto sus pétalos. Y aquél silencioso abrir de pétalos amarillos fue como un grito que me llegaba a través de seis siglos de distancia. Las flores me habían saludado, porque las flores eran ella. Ella estaba viviendo aún en las flores, sintiendo, respirando, esperándome durante todo aquel tiempo. ¡Simonetta era un puñado de linarias enamoradas!
¡Finalmente, ella había conseguido romper la barrera del tiempo!
Me alejé del cementerio mucho más tarde, ya no me sentía prisionero. Al contrario, sabía bien lo que habría de hacer. Viviría el resto de mis días con una sonrisa esperando la muerte, contando los días que me quedaran para morir y ser enterrado en aquel mismo lugar, y fundirme, ahora sí por siempre, con ella, y ser los dos la misma tierra, la misma linaria amarilla.
Alberto