Los gritos desgarradores seguían sonando en mi cabeza, y en mi retina, continuaban grabadas las caras de los ancianos que atónitos los escuchaban. Una desazón colectiva se apoderó de la multitud que sumisa esperaba…, en el último anillo del infierno.
Siempre pensé que Dante en su descriptiva del infierno había olvidado mencionar uno: La Caja de Pensiones de la República del Yaugurú, al oriente de Gastiar. Claro, el poeta, a pesar de su sabiduría y potencial imaginativo, jamás sospechó que tal agonía podía producirse frente a culpas tan nobles y comunes como la de llegar a viejo, con el agravante de haber trabajado mientras se fue apto. Tal pecado mayúsculo fue captado en cambio, por el arquitecto que construyó la Caja al mejor estilo Dantesco – pisos circulares asomados al gran patio. y fue premiado en su momento por la magnífica obra que resultó en definitiva, el sórdido receptáculo de cuanto anciano obtenía – luego de múltiples peripecias – su derecho a la jubilación y en último caso a la pensión. Hay un destino común, inexorable, único, que masifica a todo yaugurense: el de terminar en una fila, en el anillo inimaginado del infierno, en un local llamado Caja de Pensiones, cuya arquitectura fue realizada por un visionario, lector activo de la Divina Comedia.
Ese día, gris, húmedo, de un invierno lluvioso de julio, los ancianos se multiplicaban como hongos. Pero no eran producto de la humedad, sino de la necesidad. Venían por sus derechos, por lo que representaba su sustento. Las caras transparentes de frío, de nervios y de cansancio. Pronto el patio fue una muchedumbre lúgubre, quebrada por toses roncas de muchos. Los turnos se fueron juntando, los pagadores lo hacían tarde y a desgano porque el gremio estaba de paro. Detrás del mostrador la inactividad era total. Aún así, el rito del té se mantenía. Se prendían a la taza como a la hostia, como tomando té pudieran expiar todos sus pecados; como si el brebaje lavara sus conciencias y, de cara a la muchedumbre expectante, hablaban, reían, conversaban como si hubieran comprado el tiempo, como si fueran dueños de perderlo y hacerlo perder, como si la eternidad se hubiera detenido allí, en el anillo, y sólo podía esperarse que el suplicio del cobro se perpetuara.
La desazón comenzó a ganar a los ancianos, ellos son los únicos que no pueden perder tiempo, porque ya no les queda; no se puede gastar lo que no se tiene y ninguno de ellos tiene tiempo para perder. Es una de las condiciones de la vejez: la falta de futuro.
El murmullo comenzó a crecer lentamente, casi con timidez; era sordo, compacto y salía de las gargantas apretadas. Cuando una anciana se liberó y gritó descontrolada, ya la muchedumbre estaba preparada para el aullido. Todos juntos comenzaron a emitir aullidos desgarradores que se asemejaban a un lamento ancestral; contra la impotencia, la injusticia, la vida misma.
Azorados los funcionarios asistían al espectáculo. Primero asombrados, luego inquietos, por último aterrorizados. Los mostradores resultaron poco obstáculo para la muchedumbre acorralada y pronto los acorralados fueron ellos. De manera lenta pero segura, como una ola que empieza a crecer, así, trepaban y caían los ancianos sobre los funcionarios paralizados. Las cajas fueron saqueadas, los billetes tirados por el aire, máquinas de escribir, computadoras, cajas de caudales, engrapadoras y todo cuanto estuviera a su alcance, caía estrepitosamente. Nada quedó de pie. Fue como si el huracán vengador tuviera su epicentro en la propia Caja de Pensiones, convirtiéndola en una gran maroma. Muchos funcionarios resultaron heridos, algunos de gravedad, otros murieron. Pocos pudieron salvarse de la furia senil, que por haberse acumulado, se había fortalecido. Más que humanos parecían una jauría descontrolada que reía permanentemente, con un disfrute superior, con una satisfacción íntima de quién está, por fin, cumpliendo con su deber. El de aniquilar la injusticia, el de sentirse considerados y rehabilitados como seres humanos. Se habían emborrachado con sus propios actos, estaban ebrios de felicidad, eufóricos de sentirse capaces todavía de servir para una noble causa: la digna causa de la vejez…
Al cabo de una hora la policía pudo dominarlos, encontraron también varios ancianos heridos, que en la refriega no pudieron soportar la violencia. Los que murieron estaban sonriendo, a los heridos los llevaron riendo, los que fueron presos no paraban en sus carcajadas, y los que volvieron a sus casas (supongo), lo recordaban felices.
Como la historia de los pueblos se construye sobre sus mártires, así como sobre sus cadáveres se edifican avenidas, edificios y monumentos, ese día se cambió el devenir de la República del Yaugurú, cuando los ancianos comenzaron a gobernar. Desde entonces los ciudadanos no pueden ser menores de sesenta años. Los demás fueron exiliados o perseguidos y los que tenían menos de sesenta, exterminados. Las fronteras permanecían cerradas para toda persona que no haya cumplido esa edad, y sólo son bienvenidos los de sesenta para arriba. El Palacio de las Leyes, pasó a ser un hotel cinco estrellas para los mayores de sesenta y cinco y el gobierno de la nueva República se instaló en la Caja de Pensiones. El Municipio se convirtió en un enorme comedor comunitario, dónde a cada hora (y durante las veinticuatro) se sirve co9mida caliente y nutritiva. El Victoria Plaza Hotel funciona como la mejor clínica geriátrica del país y muchos clubes sociales y deportivos como el de Golf, Polo y Tenis, ahora son lugares recreativos y vacacionales, «in eternum», para mayores de ochenta. No existen autos particulares y se ha propiciado el transporte colectivo, cuya velocidad no puede ascender de los cincuenta kilómetros por hora. Nadie fuma y las industrias están paralizadas. Como la polución bajó a límites insospechados, es el país más sano del mundo. Sólo el turismo se vio altamente incrementado y son muchos los viejos extranjeros que disfrutan del buen aire del país. De todas partes del mundo eligen la República del Yaugugú, al oriente de Gastiar, para morir, o, como dicen ellos, disfrutar sus últimos años. Es de ahí que el país recibe su enorme aporte de divisas. La mayor parte de ese capital va para la Salud Pública y el resto se reparte entre los servicios públicos. Como los requerimientos de los ancianos son mínimos, también sus gastos lo son. La mayoría de ellos se subvencionan a sí mismo, ya que el país entero está dividido en parcelas de vida comunitaria que agrupa de seis a diez ancianos. Cada parcela se autoabastece y autosustenta. Muchas veces el sistema de trueque funciona,, sobre todo con las manualidades y los productos derivados de la leche. A ninguno de ellos le interesa el dinero, lo que realmente les interesa es sentirse bien y dignificados en su vejez.
Ningún joven puede ser visto por sus calles, mucho menos ocupar un cargo público, o formar parte activa del país. Sólo pueden llegar de visita y se les da una visa por no más de veinte días, cumplidos lo cual deben salir de fronteras y de no ser así, se les encierra en cárceles hasta cumplir los sesenta, bajo pena de ser duramente castigados. Algunos jóvenes han sido capturados «in fraganti» y después de ser castigados fueron exhibidos en la Plaza Independencia durante dos días en invierno y uno en verano, como ejemplo y por si quedara algún otro. Los ancianos son felices entre ancianos y sólo en ellos confían. El país se transformó en próspero y en un verdadero ejemplo para la humanidad. De todas partes del mundo los distintos gobiernos piden consejo, (frente a la crisis que los acosa) a los dirigentes de la República del Yaugurú, bajo el supuesto de que la sabiduría es proporcional a la experiencia, y ésta lo es con respecto al número de años vividos.
Así, el gobierno de ancianos, para ancianos, ha transformado el país en una gerontocracia que prácticamente gobierna al mundo. El ejemplo resultó tan obviamente exitoso, que en Europa occidental se está pensando en destinar con tal fin, uno de los países del Mercado Común.
Lo mismo pasaría en Asia, África y Oceanía, dónde naturalmente, se producen migraciones de ancianos a determinadas regiones del globo, sólo con la intención de esperar la muerte. De ahora en adelante se hará organizadamente y ese lugar de ulterior reunión, se convertirá en un país independiente, con sus propias leyes y reglas de comunidad. Los demás países del mundo serían llamados «los reproductores» y estarían encargados de «abastecer» en el correr de las generaciones a los llamados «paraísos terrenales», dónde los deseos no existen y en su lugar se instala paz individual y colectiva y dónde cada anciano tiene su lugar en el planeta, para codearse felizmente con la muerte.
Tales cambios han precipitado notoriamente el devenir de la evolución natural. A tal extremo se llegó que los niños ambicionan ser jóvenes, los jóvenes, adultos, los adultos ancianos, con un desarrollo tan acelerado, que las etapas se han acortado en casi una década. Los niños piensan como los jóvenes, los jóvenes como los adultos y apenas se llega a adulto ya se es viejo. Se vive con tal rapidez que se está pensando en cambiar el límite de edad para ingresar a los países con gobierno de ancianos. De ahora en adelante serán los cincuenta años los habilitantes para el ingreso a cada «paraíso» y si todo sale tal cual lo programado por los sabios que regulan el mundo, pronto nacerán ancianos de probeta. Estos traerán almacenado en su cerebro toda su niñez y juventud, habiendo capturado toda la enseñanza y sabiduría de esas etapas.
A mí todo esto me mantiene indiferente, porque ya no hay nada que supere mi capacidad de asombro. Sólo una cosa me obsesiona y me quita el sueño, (mientras en mi cabeza siguen los gritos desgarradores del día de la rebelión) lo único que me roba la tranquilidad, es el acto diario e infame de tener que maquillarme para aparentar los sesenta años que no tengo. Temo ser descubierto y que alguien con sagacidad note que cada arruga es pintada, que cada pliegue de mi rostro y manos es simulado y que mis dientes son genuinos. El día que pasa y logro burlarlos está ganado y me acerca al límite de los aceptados. Porque lo que ningún viejo sabe es que yo soy un sobreviviente de aquellos funcionarios del día de la rebelión. Cuando se instauró la gerontocracia, ni emigré, ni me exilié, sino permanecí en una casa de pensión en los suburbios de la ciudad, cerca del puerto. Ese día era mi primer día de trabajo, y también por fatal designio, cumplía dieciocho años. Hace quince que me oculto, so pena de ser castigado o encerrado. Sí, como está planeado en el actual gobierno, los límites de aceptación se acortaran, debo seguir así diecisiete años más para poder acceder con totales derechos legalizados a este sistema. Y bien, quién sabe, mi meta es llegar a la Presidencia o por lo menos al Consejo de Gobierno; porque la vocación de empleado público al servicio del pueblo permanece en mí y estoy dispuesto a colaborar, aunque para mí, sólo se trate… de un sueño de viejo.
Cuento ganador de la XXII edición del Concurso de Cuentos de Nueva Acrópolis