Permanecía entre las sombras que habían entrado por la ventana. De su respaldo caía el leve encaje de crochet que la abuela algún día hizo. Si cierro los ojos, puedo ver claramente la fina aguja y el ovillo de hilo interminable que rueda por el cestito de paja. Las manos delicadas vuelan y el trabajo crece, crece sobre el halda oscura A través de la ventana, ella podía ver el jardín de todos los colores, el perfil desvaído de las ramas de la encina y la bruma que se levanta al anochecer.
Ofrecía una imagen triste el sillón, con la tela algo gastada en los bordes y el peso ido del cuerpo. Yo lo miro con ternura, como a un viejo amigo que sufre una enfermedad incurable y en cualquier momento vamos a dejar de ver. Yo sé lo que ha de pasar. Llegarán todos los demás y cada cual se llevará lo más precioso para él de la casa de la abuela. Disputarán por la posesión de un objeto largamente ansiado: un cuadro, un jarrón, un libro. Quedará la casa vacía, deshecha por la muerte, cerrada a cal y canto con mil vueltas de la llave oxidada Yo no quiero que esto suceda; entre todos los hijos deben conservar la casa tal y como yo la he visto durante toda la vida, que hagan lo posible… Viviría así más la abuela en nuestro recuerdo… Querida abuela Mercedes.
Pasábamos las soñadas vacaciones en su casa. Tirábamos los libros por los aires y el plumier y el baby el último día del curso. Las trenzas deshechas con el lazo rojo escapando del pelo sedoso… ¡Nos vamos al campo! Espera el coche a la puerta de la casa cargado con el equipaje abigarrado, el padre da golpes en el suelo con el bastón, impaciente por emprender la marcha y cazar la primera perdiz que ya canta, enamorada, entre los matorrales.
Rezagadas, damos vueltas por la habitación abriendo cajones y armarios -«¿Llevas el aro y el diávolo y la cuerda para saltar?»- Mamá grita: – ¡Niñas, daros prisa!- Y volamos por la escalera.
El coche gemía al dar la vuelta en la carretera, pasaban los árboles estremecidos, imposible contarlos… El viento de junio quemaba la piel rosada y brillaban los ojos pardos como estrellas. Pequeñas niñas que van a visitar a la abuela y estallan de gozo.
Nos despertaba el sol cegador a la mañana siguiente. Desayuno entre sábanas revueltas, algo de pan moreno hecho en casa, algo de miel sobre la rebanada con sabor a flores campestres. Frescor de losa bajo los pies desnudos, botones en la espalda para abrochar.
Reflejo de cabello atirantado en el espejo de la peinadora que guarda revueltas cintas y horquillas y redecillas tan tenues como la tela de araña y la abuela, que nos aplica zumo de limón en las sienes para que el viento no se lleve el pelo castaño al soplar… El espejo alto y manchado, guardaba para sí nuestra imagen de Alicia en el País de las Maravillas.
Bajo el sol luminoso nos esperan los juegos del verano. Somos princesas altivas o mendigas pedigüeñas o piratas asomadas al mar de la balsa quieta La abuela, sentada ante la ventana abierta en su sillón anclado, levanta la mirada y nos sonríe porque somos sus nietas y nos quiere y se alegra al vemos tan felices. Yo sufro porque no sé a quién quiero más, si a la abuela o a la madre. A veces se mezclan en mi corazón y son una misma persona, la más amada del mundo. Tengo celos de los primos que acaban de llegar, yo no quiero que besen a la abuela en la mejilla, ni comprendo qué derecho tienen a hacerlo. Mamá me lo ha explicado: -«Su padre, el tío Nicolás es hermano mío, y sus hijos son tan nietos de la abuela como tú… »
Yo no quiero compartir a mamá Mercedes con los primos que son tan brutos, oh, no.
El tío Pedro nos llama, con grandes aspavientos, desde el jardín, para hacemos una fotografía bajo la encina… Anda siempre con la máquina a cuestas y clava las patas en la tierra, escondiendo la barba tras el trapo. Mira por el cristal que nos pone boca abajo, vuela el pajarito, y sale corriendo, después, hacia el cobertizo oscuro donde guarda las cajas con agua y las cuerdas y las pinzas que sujetan el rígido papel… Hasta que las sombras misteriosas se vuelven sonrisas y miradas y cuerpos envarados.
Hoy tengo entre mis manos la fotografía aquella, la que nos hizo el tío Pedro en la mañana de mis diez años… Amarillea por los bordes y en ella, aparecemos todos los primos haciendo muecas, los tíos y mis padres, rodeando a la abuela que sonríe dulcemente. Descansan sus manos sobre la falda, entrelazadas. Se levanta su cabello gris y deja ver su frente despejada, sus ojos miran al hijo fotógrafo con atención…
Parece mentira que haya muerto hace unas horas solamente, que se la hayan llevado los hombres vestidos de negro en una caja alargada, cerrada herméticamente. Sacudo la cabeza con desesperación y cierro los ojos para no verla atravesar el jardín que tanto amó. Tendida se aleja, a hombros de los primos, bajo la lluvia otoñal. No he querido seguir los pasos del cura de cruz tristemente alzada, ni ver como la guardan para siempre bajo la losa de mármol… Que otros lo hagan, yo no.
Prefiero pensar en mis últimas, doradas vacaciones en su casa. Soy una joven que estudia en la Universidad; acabo de llegar con sonrisa florecida y prisa por abrazarla apretadamente.
La abuela sonríe, pero los hoyuelos de sus mejillas son menos profundos y sus ojos no brillan tanto. Yo me arrodillo a su lado y estrecho las manos de pergamino delicado. Le doy mi primer libro de poemas, con la dedicatoria apresurada: «A mamá Mercedes, que conoce el arte de ser abuela».
Nos miramos las dos, con los ojos empañados… Siento el deseo urgente de sentarme en su regazo y sentir la tibieza de su cuerpo, pero tengo veinte años y la niña que fui ha quedado muy atrás.
Hoy, la abuela se ha quedado en la cama Voy a verla y me siento a su lado. Me mira con tristeza y charlamos de tiempos pasados. La luz penetra, descarada, y yo entorno la ventana para que no castigue a la enferma. Me duelo con ella de todo, me roza la sábana y tiemblo y sentimos ambas, la muerte cercana.
La abuela no quiere morirse, ni yo que se muera. La vida no será igual con el sillón vacío.
Ahora la cubre una tela bordada que tiene perfume antiguo de ajuar de novia que ha dormido en el arca de madera. He puesto entre sus manos jazmines de hojas diminutas y he besado su frente de mármol frío, sin pensamientos. Todos los nietos la contemplamos, con el corazón helado. Su faz expende una paz infinita…
No podemos soportar el murmullo de los rezos de las mujeres, queremos a la abuela sólo para los nietos… Adiós, mamá Mercedes.
Hemos cerrado la casa de nuestros sueños. Las ventanas ya no miran al jardín con sus ojos de cristal empolvado, pero antes, alzamos el sillón de la abuela y en volandas lo llevamos hasta el rincón de la terraza. Hemos disputado ásperamente por él, queremos llevarlo a nuestras casas y dejarlo reposar cercano a nosotros. Ahuecaremos el cojín de terciopelo suavemente y pasaremos la mano estremecida por el tapete de crochet que pende del respaldo…
Pero el tío Nicolás ha hecho valer sus derechos. Ha hablado la boca del hijo mayor: -Me lo quedaré yo.
Aprieto el ramito de violetas empolvadas que la abuela guardaba, quién sabe por qué y me conformo.
Pero el tío Pedro se enfada con su hermano y ambos se miran con odio. Vencido, saca del coche la máquina fotográfica, último modelo y dispara el flash cegador sobre el mueble rosado. Por una ranura mágica desciende la foto en color. En ella, sentada en su sillón, vestida de blanco, la abuela sonríe con dulzura y un leve resplandor la ilumina…
Nos alejamos del sillón, con prisa por volver a la ciudad. Queda solitario, envuelto por remolinos de aire y tierra. Las ramas de la encina acarician su cuerpo de terciopelo gastado. Se bambolea, como si estuviera muy a gusto, lejos de nosotros.