Empatía virtual

El día que la policía llegó a mi casa yo estaba sentada en el salón. El café se había quedado frío, ni siquiera lo había tocado perdida en los mensajes del móvil. Llevaba horas ensimismada, desahogando la angustia en los cientos de seguidores que tenía mi página. Ellos me daban apoyo y parecían entender mejor que nadie, mucho mejor que las autoridades, mucho mejor que mi madre. Les comentaba lo que me iba a ocurrir, les comentaba que vendrían por mí, mientras llamaban al timbre del piso.

Escribí en mi pantalla:

llaman a la puerta.

@ÓscarMartínez dijo:

cabrones, no les abras.

Usuaria teléfonoDecenas de ellos contaban anécdotas al caso. Eso me reconfortó. Permanecí sentada, esperando con ansiedad el pitido que indicaba la entrada de un nuevo tuit. Me entretuve calculando el tiempo que pasaba entre comentarios: no tardaban más de cinco segundos cada uno. El intervalo era tan breve que me animaba a continuar, no podría soportar aquello sola. Aporrearon la entrada de mi dúplex.

Escribí en mi pantalla:

están golpeando la puerta.

@GatitaMarga dijo:

no te preocupes, si entran por la fuerza puedes meterles un puro de la hostia.

La respuesta dio lugar a una discusión que duró otros cinco minutos. Las diversas posturas se sucedían sin cesar, una tras otra, cada opinión contradecía a la anterior, aconsejando simplemente en favor de la duda. No sacaría nada de la insustancial polémica. Me empecé a poner nerviosa y muy aburrida por la situación. Me incorporé, siempre con el teléfono en la mano, y me allegué al espejo del baño. Ese top ajustado color pistacho me sentaba estupendo; la sombra de ojos y el Russian Red de mis labios acentuaban los puntos fuertes de mis rasgos faciales. Decidí que sería el momento adecuado para cambiar mi imagen de perfil y posé para la cámara. Había quedado perfecta. La mayoría de las hembras suscritas se morirían de envidia; los hombres me desearían. ¡Qué demonios!, hasta yo me deseaba tras ver mi estampa en la pantalla. Envié la instantánea y no tardaron siete segundos en producirse los primeros comentarios. Ya no había lugar a preocupaciones, todo volvía a la normalidad, todo volvía a ser trivial y maravilloso.

—¡Policía! ¡Abran la puerta! —gritaron desde afuera.

No tenía tiempo para memeces, estaban comentando mi foto en la red. La cosa iba genial: cinismo en los piropos de las chicas y exclamaciones en los hombres. No era para menos, me había gastado una buena pasta en esa talla ciento diez y la prenda ceñida realzaba los pechos, haciendo justicia al dinero empleado.

Escribí en mi pantalla:

pues el top es de rebajas, solo lo uso para andar por casa.

Era mentira. Al menos me costó setenta euros en una boutique francesa, pero la modestia siempre funcionaba bien y hacía de menos a las demás. Lo único que anhelaba era que todos se fijasen en mi busto recién operado. Alguna arpía preguntó a ver en qué tienda conseguí algo tan precioso. No le contesté a esa bruja. Era mi momento y no me iba a detener en chorradas que pusieran en peligro mi foco de atención.

@ÓscarMartínez quería llevarme a cenar, con la condición de que me pusiera esa ropa. Espié la información de su perfil. Teníamos muchas cosas en común y le gustaba el deporte. Su identidad mostraba una figura con el torso desnudo. Buenos pectorales y el abdominal repleto de músculos, casi podía oler el sudor y el aceite que se aplicaba para levantar pesas en el gimnasio. ¿A cenar?, claro, con esa cara de vicioso. Le dije que sí. Otro me llevaría al cine. ¡¿Al cine?! Miré su información: @Kafka2001, un chico gordo con gafas. ¿Desde cuándo me seguía ese pringado? ¡Dos años! A buen seguro un maldito friqui que jugaba con videojuegos.

Escribí en mi pantalla:

nadie va al cine ya.

Y eliminé de mi memoria al seboso pervertido.

—¡Abran la puerta o la tiraremos abajo!

Por un instante me sentí tentada a dejar pasar a los policías. Recordé que mi súper amiga @LaraFashionDreams había divulgado en su afamado blog hacía unas semanas:

«Los polis siempre están en forma y (por lo general) quedan ideales en los selfies de pareja». Experimenté un lapsus embobado, no obstante, de súbito cambié de opinión: ¿y si eran excesivamente guapos? Una resaltaba más al lado de alguien menos agraciado, pero no demasiado, porque podía ser que su fealdad te robara el interés del público.

@JuanSinMiedo dijo:

¿cómo va el desahucio?

Escribí en mi pantalla:

están sacudiendo la puerta. Es acorazada, tardarán lo suyo en tirarla.

Hubo una pausa misteriosa en la cadencia de los mensajes y aproveché para echar un reojo a los trastazos de la entrada. El armazón de la puerta aguantaba, pero la pared de los lados estaba empezando a desprender un leve polvillo producido por los golpes. En breve entrarían y yo tenía que estar preparada para recibirlos. Saqué las esposas de un cajón de la sala. Me las había regalado @FR9Rivas, un futbolista que había conocido en Pacha, al que le gustaba practicar jueguecitos con ellas. Me encadené a un radiador. La puerta cedía ante el empuje de los oficiales.

Escribí en mi pantalla:

ya vienen.

Escribí en mi pantalla:

voy a colgarlo online para que podáis verlo todo.

Escribí en mi pantalla:

disfrutad de la escena y reenviarla a vuestros contactos, será la bomba en internet.

Esperé. Esperé medio minuto; minuto y medio… Nadie contestaba.

@ÓscarMartínez dijo:

vale.

Menos mal, estaban a punto de entrar. Tenía diseñado con anterioridad un punto estratégico donde esconder el móvil sin ser descubierto, al alcance de mi cuerpo esposado, pero antes me atusé el pelo y ensayé un par de caras coquetas. ¿Cómo no se me ocurrió colocar un espejo en el techo?, debía estar fabulosa en aquella postura de sumisión, no habría ningún hombre que no padeciera la tentación de poseerme. Bueno, no pasaba nada, si lo hacíamos bien, siempre podría visitar las veces que quisiera mi vídeo en la red. Dejé el teléfono con suavidad y comencé a grabar. Cuánto ansiaba regocijarme en la admiración de la gente al comentar aquellas imágenes. La puerta cedió junto con el tabique y levantó una polvareda al caer. La niebla blanca fue atravesada por un uniforme de buenas proporciones. Qué maravilloso plano sería aquél: un adonis policial surgiendo de la bruma. Detrás de éste aparecieron más uniformes hasta llegar a cuatro; salvo el primero, ninguno merecía la pena. El adonis se acercó a mí. Guiñé al objetivo oculto para que todos participaran de mi complicidad.

—¡No me moverán! ¡Fuera de mi casa, vampiros! ¡Stop desahucios, stop desahucios! —aullé como una posesa, la mejor actuación de mi vida.

Los agentes se miraron unos a los otros, mi teatro les había dejado perplejos. No tenía el teléfono, pero hubiera escrito:

chúpate esa, Kristen Stewart.

—Señorita, ¿pero qué hace ahí? —interrogó mi adonis mirando las esposas. Nadie podía reprimir ese impulso salvaje.

—¡No conseguirán echarme!

El policía se giró con su turgente metro noventa, parecía pedir explicaciones a sus compañeros.

—Está tarada —sentenció el mayor de todos, un repelente calvo con ojeras.

—Nadie quiere echarla de ningún sitio.

—¿No están aquí por lo del desahucio? —El calor comenzaba a apoderarse de mis mejillas.

—Pero… ¡¿Qué coño de desahucio?!

No me venían bien los coloretes, parecería una pueblerina si el rubor seguía invadiéndome. Mi teléfono comenzaría a vibrar como loco. Todos mis colegas virtuales se reirían de mi sonrojo, lo que me faltaba. Estiré el brazo y golpeé el móvil para que dejase de grabar. A los que sí se les escapó una sonrisa fue a los maderos. ¿Qué les pasaba a esos gilipollas?, estaban ante el mejor trozo de carne semidesnuda que sus ojos iban a ver en sus vidas y se reían. ¿Qué había fallado?

—¿Es usted Mónica Rodríguez?

—Sí, @MónicaBella… Rodríguez, perdón.

—Hemos recibido una llamada de emergencia indicando esta dirección. ¿Su madre se llama Amaya Sánchez?

—Por supuesto, pero no entiendo.

—No le dimos mucha importancia en un principio, pero como llamaron del hospital dando sus datos, vinimos a investigar…

—¿Del hospital? —pregunté completamente distraída.

—Exacto. La alarma GPS de un marcapasos había saltado con esta procedencia.

—Es un DAI —siguió el calvo—. Transmite una señal remota al hospital en caso de urgencia. Su madre lleva uno, ¿cierto?

—Mi madre está mal del corazón, ya sabe…

—Y cómo nadie abría la puerta, ni contestaba, decidimos tirarla abajo por si ella estaba aquí dentro, sola y desamparada.

Yo empecé a asimilar lo que había oído. Intentaba pensar en mi madre, aunque no la recordaba de los últimos días. Me deploré mustia, vivíamos juntas en ese piso y apenas coincidíamos.

—Falsa alarma, me imagino. ¿Nos podemos ir, verdad? —inquirió el ojeroso funcionario examinándome con desprecio, casi con repulsión, con una mirada que me abofeteaba el orgullo y que me veía de chalada para arriba.

—Miren en su cuarto, está escaleras arriba… —Me estremecí—. Por favor… — supliqué timorata y muerta de la vergüenza.

En cuanto los agentes bajaron de la habitación de mi madre, dos sanitarios, en los cuales yo no había reparado, subieron a la carrera. El más apuesto de los policías, el que más había hablado conmigo, me dedicó una sonrisa demasiado agria, al mismo tiempo que despojaba las esposas de mi muñeca. Las manos del hombretón rozaron las mías. Ya me dio igual. Tras la liberación, corrí al cuarto de mi madre. Los enfermeros me comieron con la vista al entrar: caras largas, de resignación. Nada qué hacer. Divisé a mi madre, a esa mujer que me lo había dado todo. Se hallaba tendida en una postura grotesca. Inerte. Con medio tronco colgando laxo del colchón y con su semblante amoratado. ¡Qué agonía más atroz!, se había ido aferrando el cable del teléfono fijo, su última esperanza ante la pasividad de su hija. El aparato aún palpitaba comunicante, un sonido próximo a la soledad eterna. Me contemplé en el espejo de cuerpo entero del dormitorio: estaba espectacular. Ella me había creado y lo había hecho bien. Solté, impotente, varios cabezazos contra el cristal hasta hacerlo trizas, al igual que mi rostro. Mi frente bañada en crema, mis labios repletos de colágeno, mi nariz retocada, mis acentuados pómulos y la tersa piel de mis carrillos manaron abundante sangre por los cortes. Los enfermeros se afanaron en cauterizar las heridas. Yo no deseaba que me curaran, solo codiciaba volver a ser humana: ¿cómo había podido dejar morir así a mi madre? Fui al salón cabizbaja y recogí el móvil. Una horda de inquietos tuiteros había llenado mi página con cientos de mensajes preguntando qué estaba ocurriendo.

Escribí en mi pantalla:

soy un espécimen despreciable.

No esperé a que alguien contestara y arrojé al engendro por la ventana del sexto piso.

 

Roberto Migoya Ramos

Cuento ganador del segundo premio en el Concurso de Cuentos de Nueva Acrópolis en 2024.

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